lunes, 21 de mayo de 2018

5. Los Signos y Símbolos en la Liturgia

Realidades tan constitutivas e integrantes de la liturgia como es el memorial, el misterio-sacramento, la celebración, el rito, suponen el concepto de signo. La definición misma de liturgia lo incluye: “Con razón, entonces, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo.

En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre. Y así, el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro” (SC 10). “Los mismos signos visibles que usa la sagrada liturgia han sido escogidos por Cristo o por la Iglesia para s ignificar las realidades divinas invisibles” (SC 33). Por esto, es muy importante profundizar en el concepto del signo litúrgico, en las leyes que lo rigen, en sus implicaciones y en diversas clases.

EL MODO DE SER DEL HOMBRE

Por una parte está el modo de ser del hombre. El hombre es un ser fundamentalmente dependiente de la comunicación. Nuestra existencia concreta depende de la comunicación. Sin comunicación genérica no podríamos ser lo que somos. Sin nuestro sistema de comunicación interna, no podríamos seguir viviendo y funcionando como lo hacemos. Sin embargo, cuando pensamos en comunicación, generalmente pensamos de inmediato en la comunicación externa, en los procesos por los que nos comunicamos con otros. Sin comunicación externa podríamos vivir, estrictamente hablando, pero seríamos unos individuos ignorantes y aislados. No tendríamos ni la inspiración que nos dan la habilidad y el conocimiento acumulados ni el apoyo de la sociedad.

Esta comunicación externa está determinada por la misma estructura fundamental del hombre, hecho, a la vez, de interioridad y exterioridad, de espíritu y materia (carne y sangre, decían los antiguos semitas; cuerpo y alma, los clásicos grecorromanos; rostro y corazón, los antiguos mexicanos).

“Nada hay en el entendimiento que primero no haya pasado por los sentidos”. “En mí la palabra precede al sonido, pero en ti, que quieres entenderme, primero está el sonido que llega a tu oído para insinuar luego la palabra en tu mente”. “Si el pensamiento no se encarna en una acción corporal, pronto se hace extraño a la vida”. Son formas de expresar esta interdependencia de nuestro interior y nuestro exterior. Aquí es donde entra la necesidad absoluta de los signos para la comunicación humana.

EL MODO COMO DIOS ACTÚA

Por otra parte está el modo como Dios actúa: Dios mismo, conocedor perfecto de nuestro modo de ser, se nos comunica por medio de signos. Dice Puebla: “El hombre es un ser sacramental; a nivel religioso expresa sus relaciones con Dios en un conjunto de signos y símbolos; Dios, igualmente, los utiliza cuando se comunica con los hombres” (DP 920). La inmensidad de signos por medio de los cuales Dios se nos ha comunicado está centrada y depende del signo principal definitivo de su comunicación: Cristo. Él es el sacramento original y fontal; él, visible corporalmente en su humanidad histórica, nos ha hecho presente a Dios. “Cristo ‘es imagen de Dios invisible’ (Col 1, 15). Como tal, es el sacramento primordial y radical del Padre: ‘El que me ha visto a mí, ha visto al padre’ (Jn 14, 9)” (DP 921).

En esta línea de significación, que hace efectiva en nosotros la acción de Dios (misterio-sacramento), viene enseguida la Iglesia, “sacramento de Cristo” (DP 922), “realidad humana, formada con hombres limitados y pobres, pero penetrada por la insondable presencia y fuerza de Dios Trino, que en ella resplandece, convoca y salva” (DP 230). Pero la Iglesia se hace y se expresa a su vez, por medio de signos sacramentales: fundamentalmente en los siete sacramentos, que “concretan y actualizan... esta realidad sacramental” (DP 922). La Eucaristía es el centro de todo: “La celebración eucarística, centro de la sacramentalidad de la Iglesia y la más plena presencia de Cristo en la humanidad, es centro y culmen de toda la vida sacramental” (DP 923).

Esta sacramentalidad de la salvación ya había sido expresada en Sacrosanctum Concilium en la misma definición de liturgia del n. 7. La recordaré traducida por el abad Marsili con algo de interpretación de teólogo: “La liturgia es el ejercicio actual del oficio sacramental de Cristo. Ejercicio en el que, por medio de signos simbólicos, es significada en el modo propio de cada uno de los signos, y es realizada la santificación del hombre”. En conclusión, Cristo, la Iglesia, la liturgia y los sacramentos, son los eslabones de esa cadena por la que Dios se comunica con nosotros y nosotros nos comunicamos con Dios. Son la via incarnata salutis (el camino encarnado de la salvación), como decían los antiguos, por el que Dios viene a nosotros y nosotros vamos a él. De esto habla con claridad Sacrosanctum Concilium a partir del n. 2.

Esto nos lleva a profundizar, aunque sea en una forma muy rápida y simplificada, en la noción y en la función del signo, tal como se va viendo cada vez más clara y válidamente en las actuales ciencias del hombre.

EL SIGNO EN LA COMUNICACIÓN

La semiología o, como más frecuentemente se va diciendo, la semiótica, es la ciencia de la comunicación. Para mejor entender el “mecanismo” de la comunicación hay que mencionar sus elementos. Aunque se puede decir que hay tantos esquemas como teóricos de la comunicación existen y que cada uno aporta elementos distintos, sin embargo, la mayoría considera los siguientes:


Fuente. Es el individuo que trasmite el mensaje. Por ejemplo, el que da el saludo de paz.

Destinatario. Es el que recibe el mensaje. Por ejemplo, el que recibe el saludo de paz.

La idea o pensamiento hay que traducirlo codificando el mensaje en representaciones susceptibles de ser reconocidas por los sentidos de la persona destinataria o, dicho de otro modo, traduciendo el mensaje en signos y en símbolos que sean elementos de un lenguaje común a la fuente y al destinatario (lenguaje articulado, gesto, objetos signo).

Por ejemplo, el sentimiento interior de amistad, de cariño, de fraternidad en la fe es codificado-traducido a signos en un apretón de manos, en un abrazo. Estos signos son los que se transmiten.

El órgano sensorial del destinatario receptor recibe el mensaje codificado, que luego es decodificado, a fin de que se haga significativo para el destinatario. Es necesario que el destinatario reconstruya el mensaje partiendo del mismo sistema de señales. Al recibir el apretón de manos, lo decodifica, lo traduce, capta el mensaje de fraternidad que le envía el transmisor. Si el receptor no conoce el código, suponiendo que provenga de un país donde el apretón de manos no es usado, como en Japón, el signo no le significa lo que pretende, y no se establece la comunicación.

Muchas veces, la transmisión a lo largo del canal entre el transmisor y el receptor puede ser perturbada por factores extraños. Se designa con el término general de ruido a estos elementos perturbadores, independientes tanto de la fuente como del destinatario, pero capaces de estorbar, deformar e incluso anular el mensaje. Siguiendo la línea de ejemplos que venimos dando, un ruido podría ser un florero que se cae y distrae la atención, u otra persona que interfiere, y por lo que la comunicación no se realiza.

Lo que hemos presentado en forma muy esquemática, lo podemos aplicar a la liturgia. Es necesario, ante todo, el conocimiento del código más importante: el lenguaje articulado. No puedo entender al que habla si no entiendo su lenguaje si no me lo traducen. Y como en la liturgia la Palabra es la que da sentido al rito, el conocimiento de este código es indispensable. Hay que tener en cuenta que los códigos verbales carecen de uniformidad. Una misma palabra tiene distinto significado en distinto contexto cultural. Por ejemplo, la palabra “cuadro” será entendida de distinto modo en un contexto de pintura, de carpintería, de medicina, de ciclismo, de geometría, etcétera. Pero por lo que toca a los gestos y a los objetos-señal, la función del código o sistema de señales es muy reducida; el “contexto” es lo que ayuda a captar el significado de los ritos.

Siempre el “contexto” es el elemento más importante en la comunicación. Una palabra aislada, sin contexto, casi no tiene significado. Por ejemplo la palabra “agua”. Sólo dentro de una frase como “bebí agua” o “el agua destruyó el puente” aparece el agua como algo bueno o malo. Los gestos son aún menos diferenciados que el lenguaje hablado: un silbido puede tener, en un contexto dado, el significado de aprobación o desaprobación. Un gesto como el beso, aceptado en un contexto cultural, es rechazado en otro contexto. El color blanco, en una cultura significa luto, en otra, alegría.

Doble contexto del signo en la liturgia

En la liturgia debemos de tener en cuenta un doble contexto:

a) El contexto de la cultura y del ambiente humano. ; La liturgia con todos sus elementos significativos, se dirige a hombres concretos que forman asamblea. Estos hombres tienen una cultura y una mentalidad propias; tienen historia, costumbres, lengua y tradiciones propias. A estos hombres concretos debe llegar el mensaje evangélico. Este mensaje quedaría limitado o aun anulado si no se reviste de los signos que esos hombres pueden captar.

b) El contexto propio de la celebración cristiana. Por su naturaleza, la asamblea litúrgica, aun dentro de un ambiente cultural, se relaciona con otro contexto sociocultural: el de la Iglesia que, por tener su propia historia, sobrepasa a las culturas particulares en el tiempo y, por ser universal, las sobrepasa en el espacio.

Sólo Cristo, preparado por el Antiguo Testamento, revelado en el Nuevo Testamento y continuado en la Iglesia, da el sentido verdadero a todos los signos litúrgicos. Cualquier signo, por el hecho de provenir del hombre y no ser algo natural, necesita ser conocido como tal. Es decir, es necesario aprender el signo y su uso, y experimentarlo individual y comunitariamente.

El simple gesto de levantar las manos no dice nada al que no está acostumbrado a asociarlo con la oración a Dios, hecha con corazón puro y actitud respetuosa. Esto pide, además, un factor psicológico muy importante: la apertura al mundo de los símbolos; una disposición de ánimo para captar el sentido de los signos, sobrepasar el objeto y llegar hasta aquello a lo que nos lanza.

Todo lo anterior nos habla de la necesidad siempre urgente y perenne de lo que ampliamente llamamos catequesis: la captación y la experiencia del contexto de los signos sagrados. El cristiano lo logra viviendo la vida de la Iglesia, pasando a través de la evangelización, la catequesis la iniciación sacramental y la vida evangélica.

¿ Qué es un símbolo?

A muchos cristianos actuales la palabra “símbolo” les expresa algo, tal vez bello y necesario, pero sólo una figura, una imagen. Ya desde la época carolingia símbolo y realidad son considerados como dos conceptos opuestos. El símbolo es sólo un indicador, algo que capta la atención y la dirige a una realidad distinta. ¿Qué es un símbolo? Recordemos que es una palabra que viene de syn-ballo; literalmente sería “lanzar con...”, y significar asumir, acercar,  juntar, comunicar, dar, etcétera.

El símbolo era un signo de reconocimiento: cada una de las partes de un bastoncito o rama que había sido partido y servían luego para reconocer a los portadores y para probar las relaciones comerciales o de hospitalidad contraídas anteriormente; igualmente, una ficha para reclamar un pago; posteriormente llegó a significar una fórmula, un “santo y seña” de reconocimiento.

En los distintos textos de la ciencia de comunicación especial, llamada semiótica, encontramos diversos conceptos de símbolo. Frecuentemente hay confusión con otros conceptos como señal, y más especialmente, por ser más genérico con signo. Se va haciendo cada vez más consenso en torno a estos conceptos: El mundo de los signos está constituido por realidades sensibles, los significantes, que nos llevan al conocimiento de realidades “invisibles”, es decir no inmediatas, los significados.

En un plano más utilitario y elemental está la señal. Por simple acuerdo convencional, un significante material nos remite a un significado práctico (un ejemplo podría ser las señales de tráfico). Su plano es la advertencia.

En un nivel superior está el signo, en el que la relación entre significante y significado está basada en cierto lazo natural (por ejemplo la figura de un león y la idea de fuerza). Su plano es la información. Pertenece al ser.

Finalmente viene el símbolo, mucho más alto y más difícil de expresar. Aquí la relación entre el significante y el significado es natural, no arbitraria. Es un revelador de lo profundo que no está del todo presente, que se relaciona con experiencias humanas básicas, poniendo en relación dos realidades que, aunque separadas, están llamadas a existir unidas.

“El símbolo implica la presencia de la realidad simbolizada, de una manera figurada, pero real... El símbolo se percibe por connaturalidad o experiencia, en la que toma parte y se compromete la persona, influyendo sobre todo el peso de la fe y la atracción del amor” (La celebración litúrgica: Fenomenología y teología de la celebración, L. Maldonado y P. Fernández, en La celebración en la Iglesia, vol. I, p. 305, ed. Sígueme, Salamanca, 1985).

“El símbolo participa de la realidad de lo simbolizado, está enraizado en ella y de algún modo lo hace presente. No sólo lo manifiesta sino que lo presencializa, lo acerca” (op. cit., p. 296). “A la experiencia simbólica sólo llegamos por el conocimiento unitario, global, es decir sensible, imaginativo, intuitivo, no irracional, pero sí supra-racional”.

Un ejemplo (a todos los ejemplos les falta algo) nos podrían aclarar lo anterior:

Suponiendo que en México sucediera lo que en otros países (v.gr. Inglaterra e Italia), cuando la bandera del país está izada sobre el edificio principal de gobierno (Buckingham, el Quirinal) quiere decir que en ese momento ahí está el jefe de la nación. En ese supuesto, si vemos nuestra bandera en el Palacio Nacional, eso significa que el presidente está ahí. Aquí la bandera está en función de señal. La bandera mexicana presentada abstractamente, digamos en un libro de historia o en un catálogo de banderas, estaría en función de signo: una tela con tales colores y emblemas significa un estado, en este caso a México.

La bandera izada en un lugar oficial (por ejemplo el Zócalo) es un símbolo: hace presente, visibiliza, sintetizándola, esa realidad amplia y profunda de la patria: su territorio, su gente, su historia, su tradición, sus costumbres, etcétera.

En la señal y en el signo, una vez conocida la relación entre significante y significado, ésta se da automáticamente y en el mismo grado siempre que el significante se haga suficientemente presente; no hay en ellos un más o un menos en la captación, y para hacer la captación basta una información intelectual.

En cambio, en el símbolo no basta la iluminación intelectual; es indispensable además, la experiencia vital y amorosa, y como ésta puede tener su más y su menos, podemos decir que un símbolo puede simbolizar en diversos grados según la capacidad del sujeto. Además va a depender de la forma como sea presentado o realizado el símbolo para que su simbolización sea más o menos eficaz, a diferencia de lo que sucede con la señal y el signo, en los que basta que sea presentado suficientemente claro el significante para que lance al significado; esto lo harán de manera igual, como ya se dijo. Por ejemplo, nunca simbolizará igual la bandera solemnemente izada en el centro del Zócalo, que una banderita entre otras 99 en un carrizo, para su venta en vísperas de una fiesta patria, o una bandera mexicana que tú veas en el extranjero: consciente o inconscientemente comienzas a cantar la “canción mixteca” (no se nos olvide que la liturgia está hecha de símbolos).

Reflexión

Lo anteriormente dicho nos lleva a unas preguntas:

1. La catequesis previa a la liturgia, escasa en la mayoría de los casos, ¿no ha sido casi exclusivamente de orden intelectual? ¿Prácticamente sin nada de conducción a la experimentación vital?

2. ¿Hemos cuidado suficientemente la presentación de los símbolos para no hacerlos “insignificantes”?

3. ¿Cómo se podría mejorar prácticamente el trato de los símbolos litúrgicos? Detenerse en algunos muy concretos. Por ejemplo:
1. el pan eucarístico,
2. el “baño” bautismal,
3. la vestidura bautismal,
4. el óleo perfumado...

Aranda A. Manantial y Cumbre. Iniciación Litúrgica

lunes, 14 de mayo de 2018

4. La Salvación desde Dios Trino

Después de haber visto la panorámica de la historia de la salvación (podríamos decir que hicimos un corte “horizontal”) ahora estudiaremos cómo la salvación nos viene de Dios uno y Trino (un corte “vertical”).

La Oración eucarística IV dice: “Tendiste la mano para que te encuentre el que te busca”. De Dios viene todo, él es quien se nos acerca, pero nosotros tenemos que salir a su encuentro... En este caminar de mutuo acercamiento ha habido etapas. Podríamos distinguir tres: 

Primera etapa. Dios se revela como el Dios de Israel: “Yo soy Yahveh... Yo los haré mi pueblo y seré su Dios...” (Éx 6, 6-7). Pero... había otros pueblos con sus dioses: “Yahveh es más grande que todos los dioses...” (Éx 18, 11) “¿Qué dios hay grande como Dios?” (Sal 77, 14). Esto se tradujo en el mandamiento: “No habrá para ti otros dioses delante de mí” (Éx 20, 3). La tierra de los judíos era la de Yahveh. Por esto el general arameo que quiere adorar a Yahveh fuera de su territorio dice: “Que se dé a tu siervo, de esta tierra, la carga de dos mulos, porque tu siervo ya no ofrecerá holocausto ni sacrificio a otros dioses sino a Yahveh” (2 Re 5, 17).

Segunda etapa. No hay más Dios que Yahveh: “Fuera de mí no hay ningún dios” (Is 44, 6). ¿Y los dioses de los otros pueblos?: “Nada son todos los dioses de los pueblos” (1 Crón 16, 26); “Los ídolos de ellos, plata y oro, obra de la mano del hombre” (Sal 115, 4). Y el mandamiento correspondiente: “Escucha, Israel, Yahveh es nuestro Dios, sólo Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza” (Deut 6, 4). Esto lo repetía cada israelita devoto varias veces al día. Era el eje de la fe de Israel: “No hay sino un solo Dios, Yahveh”.

Tercera etapa. Viene Jesús y se proclama Hijo de Dios. El Verbo de Dios: “El Verbo estaba con Dios y era Dios” (Jn 1, 1). “Llamaba Padre suyo a Dios, igualándose así con Dios” (Jn 5, 18). “No te queremos apedrear por ninguna obra buena, sino por blasfemo; porque tú, siendo más que un hombre, pretendes ser Dios” (Jn 10, 33).

Jesús comienza a hablar de “otro Paráclito” (Jn 14, 16). “Espíritu de verdad” (Jn 14, 17), el que enseñará todo y recordará lo que Cristo dijo (cfr. Jn 14, 26). El que dará testimonio de Cristo para que sus discípulos también puedan dar testimonio de él (cfr. Jn 14, 26-27), el que guiará sus discípulos a la verdad completa (Jn 16, 13), el que Cristo enviará desde el Padre (Jn 15, 26).

La experiencia de la Iglesia, iluminada por Dios y su reflexión, la lleva a expresar esta revelación usando términos de la filosofía de su tiempo. Es lo que llamamos el dogma de la Santísima Trinidad y que la Iglesia expresa sintéticamente en el Credo: Un solo Dios y tres personas distintas. Pero la salvación que nos viene del único Dios nos es dada “personalmente” por cada una de las divinas Personas.

Dice el Credo: “Creo en un solo Dios”, pero este Dios es: “Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”. Padre: fuerza, amor, origen vital de todo. Origen eterno de las otras dos personas: del Hijo “engendrado, no creado”, del Espíritu Santo “que procede del Padre y del Hijo”. Todo viene de él. Su acción se sintetiza en la partícula de.

La segunda persona tiene un doble nombre, Hijo: “Será llamado Hijo del altísimo” (Lc 1, 32), nacido del Padre “de la misma naturaleza del pad re”. Palabra verbo: “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y era Dios” (Jn 1, 1). Y esta Palabra, Dios nos la envía. Entre nosotros hay tantas palabras que no entendemos aún de nuestro propio idioma, y hay tantos otros idiomas... ¿Cómo íbamos a entender la Palabra eterna infinita, puro espíritu, santidad perfecta?

Para las palabras humanas que no entendemos necesitamos de una traducción para comprenderlas. El Padre nos “traduce” su Palabra en Jesús a quien llamamos Cristo, “la Palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). El Eterno entra en nuestro tiempo, el infinito se hace pequeño, el puro espíritu se hace visible y palpable en nuestra carne: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida” (1 Jn 1, 1), la Santidad perfecta toma nuestra naturaleza herida, claro él no tuvo pecado personal, pero Pablo dice: “A quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser santidad de Dios en él” (2 Cor 5, 21). Cristo es nuestro único y eterno sacerdote, por el que todo va al Padre y por el que todo viene del Padre. Su acción sacerdotal de comunicador, de mediador único, la teología y la liturgia la sintetiza con la partícula por.

Los nombres personales del Padre, Hijo, Palabra, son por sí muy expresivos. En cambio el nombre de la tercera persona –Espíritu– es más difícil de comprender.

Espíritu: (ruah, en hebreo; pneuma, spiritus, en griego y latín) significa viento: Viento-fuerza, acción, dinamismo, Viento-vida. Los seres animados respiran mientras están vivos, respiran para vivir. Dios “sopló en sus narices aliento de vida” (Gén 2, 7). Y Adán vivió. “Sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo...’ ” (Jn 20, 22).

La tercera persona de la Trinidad ha sido prefigurada y figurada con otros nombres. Veamos algunos: 

Agua: el más numeroso. El agua es muerte y vida; destruye y ningún ser vivo vive sin agua. El agua purifica, lava. El agua es parte constitutiva de todo ser vivo. Por eso prácticamente todas las religiones han usado el agua (el baño) como expresión de purificación, de cambio de vida, de renovación: “El que beba del agua que yo le dé no tendrá jamás sed” (Jn 4, 14). “El último día de la fiesta, que era el más solemne, exclamó Jesús en voz alta: ‘El que’ tenga sed, que venga a mí; y beba, aquel que cree en mí. Como dice la Escritura: Del corazón del que cree en mí brotarán ríos de agua viva. Al decir esto, se refería al Espíritu Santo que habían de recibir los que creyeran en él” (Jn 7, 37-39). Igualmente se dice ser bautizado (sumergido y lavado) en el Espíritu Santo (Heb 10, 1-5). “Derramaré mi Espíritu” (Heb 2, 17- 18). “Quedarán todos llenos del Espíritu Santo” (Heb 2, 4). 

Fuego: El fuego ilumina, calienta, purifica. El fuego separa lo que es buen metal de la escoria (1 Pe 1, 7). El fuego ilumina: “Yahveh iba al frente de ellos... de noche en columna de fuego para iluminarlos...” (Éx 13, 21).

El que tiene luz conoce, se siente seguro: “El día de Pentecostés... se les aparecieron unas lenguas como de fuego que dividiéndose se posaron sobre cada uno de ellos” (Hech 2, 3). “... cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo” (Heb 6, 4).

Nube: Tal vez la figura del Espíritu Santo menos conocida. La nube protege y guía al pueblo de Dios: “Yahveh iba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiarlos por el camino...” (Éx 13, 21). La nube señala la presencia de Dios: “La gloria de Dios se apareció en forma de nube” (Éx 16, 10). “La nube cubrió entonces la tienda de reunión y la gloria de Yahveh llenó la morada” (Éx 40, 34). “Al salir los sacerdotes del santo, la nube llenó la casa de Yahveh” (1 Re 8, 10).

En el Nuevo Testamento será la nube la expresión del Espíritu Santo testigo: Cuando María pregunta al ángel cómo se realizará la Encarnación se le dice: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35); y en la transfiguración: “Vino una nube y los cubrió con su sombra... Se oyó una voz desde la nube...” (Lc 9, 34-35). Sello: Para nosotros, hoy, el sello es un instrumento de autentificación.

Un documento no es válido sin los sellos correspondientes. Los sellos antiguos, especie de pequeños moldes, daban forma nueva a un material adecuado = transforman: “Es Dios el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones” (2 Cor 1, 22). “En él... fueron ustedes sellados con el Espíritu Santo de la promesa...” (Ef 13). “No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el que fueron sellados para el día de la redención” (Ef 4, 30). Unción:

Las personas y las cosas dedicadas a Dios: rey, sacerdotes, profetas eran ungidos, es decir untados con aceite perfumado para expresar su dedicación a Dios, la toma de posesión de Dios y su acción salvífica. Se usaba este signo porque el aceite penetra, impregna, permanece, y al ser vehículo de perfume, aromatiza. Los judíos esperaban un meshia (mesías; traducido al griego: un jristós (Cristo), un ungido, es decir un pleno de Dios, que de su plenitud salvaría al mundo: “El espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido; me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva...” (Lc 4, 18); “Ustedes saben... cómo Dios a Jesús de Nazaret lo ungió con el Espíritu Santo...” (Hech 10, 38). A nosotros Cristo resucitado nos ha dado su santo Espíritu, nos ha ungido: “En cuanto a ustedes, están ungidos por el santo... La unción que de él han recibido permanece en ustedes... Su unción los enseña acerca de todas las cosas” (1 Jn 2, 20. 27). Paloma. Es el símbolo del Espíritu, el más conocido y el más representado. ¿Por qué la paloma? Hay aves más fuertes, más bellas o más productivas... 

No hay otra razón sino el simbolismo del Antiguo Testamento: “La paloma vino al atardecer, y he aquí que traía en el pico un ramo verde de olivo, por donde conoció Noé que habían disminuido las aguas de encima de la tierra” (Gén 8, 9). La paloma atestigua que hay vida nueva, que hay esperanza para una humanidad nueva, que las aguas han quitado el mal y que brotará algo nuevo, bueno y diferente: “Cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también, Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma...” (Lc 3, 21-22). Juan había dicho: “Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo’ y yo lo he visto y doy testimonio...” (Jn 1, 33-34). Todo mundo no veía en Jesús sino a un galileo que había venido a purificarse del pecado, pero Juan con el testimonio del Espíritu, puede decir: “Ese es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).

Esta multiplicidad de aspectos de la acción del Espíritu Santo: purificar, vivificar, alentar, iluminar, transformar (dar forma nueva) y sobre todo atestiguar con un testimonio experimental, vivificante, la Iglesia y la liturgia la expresan con la partícula en. Y así tenemos ya el dinamismo salvífico que nos viene de Dios Trino: Todo viene del Padre por Cristo, sacerdote único, en la vivificación del Espíritu.

Pero no es la salvación solamente un movimiento “descendente”; es para llevarnos a él. El Padre no sólo es el origen – de–, sino que también es finalidad última –a–. Así vemos el movimiento “circular” que es la salvación y se realiza hoy en la liturgia: Todo viene del Padre, por Cris t o, en el Espíritu; todo, en la unidad del Espíritu y por Cristo, va al Padre.


La acción “personal” de cada una de las divinas Personas pide de nosotros una respuesta “personal”. El nombre propio de esta respuesta es devoción. Pero esta palabra se nos ha devaluado. Entendemos por devoción una realidad de tipo más bien sentimental, una práctica externa que no incide en la vida, algo también frecuentemente con un sentido mágico. La palabra “devoción” viene del latín devovere entregar. Devotio = entrega. Entrega es una palabra muy expresiva, denota una donación vital, comprometida, total.

Devoción estrictamente hablando sólo a Dios se la podemos tener; a los santos, aun a la santísima Virgen María, se les tiene una devoción “relativa” = en relación con Dios. ¿Cuál sería, pues, la característica “personal” de la devoción a cada una de las divinas Personas? Para el Padre, es la devoción absoluta, total, es el principio sin principio y la finalidad última de todo. Es el de y el a. 

Cristo, el Hijo eterno, la Palabra hecha hombre, es el sacerdote por el que todo va al Padre y por el que todo nos viene del Padre. Es el camino, la verdad, la vida. La devoción a Cristo la han expresado los Padres, los místicos en el sentido de unión: Revestirse de, imitar a, unirse a, identificarse con, transformarse en...

Y si el Espíritu es guía, aliento, testigo, purificación, iluminación, transformación, su devoción consiste en docilidad: Escuchar, seguir, obedecer, dejarse hacer...

Reflexión

Leer:

Sacrosanctum Concilium 5-7
Lumen gentium 2-5
Ad gentes 2-5

Analizar estos números y meditarlos a la luz de lo expresado en este capítulo.

Aplicarlos a la acción litúrgica, por ejemplo: Oración eucarística III y IV. Fórmulas del sacramento de la Reconciliación, etcétera.

Aranda A. Manantial y Cumbre. Iniciación litúrgica

lunes, 7 de mayo de 2018

3. La Liturgia en la Historia de Salvación

La liturgia, nos dice el Vaticano II, es “el ejercicio del sacerdocio de Cristo” (SC 7), es el sacerdocio de Cristo como hoy se ejerce en la Iglesia.

Es muy importante que tengamos una visión amplia del desarrollo de la historia de salvación, de cada una de sus etapas y de nuestra situación en esa historia.

Salvar, desde Dios, no significa solamente que nos libera del mal, sino algo mucho más grande, nos quiere comunicar su propia vida, quiere que participemos de lo que es él, su propia vida, su propia felicidad. Dios quiere salvar al hombre total: cuerpo y alma. Al hombre individual, pero por la comunidad. Dios salva a su pueblo. Es la salvación una realidad actual; está hoy con nosotros, nos comunica Dios su vida; nos la acrecienta, alimenta, defiende y restaura. La salvación de Dios se vive en la fe, un día se manifestará en su plenitud.


La primera etapa de la historia de la salvación es muy amplia. Es toda la época que llamamos Antiguo Testamento o Antigua Alianza. Testamento y Alianza nos hablan de un contrato, un pacto de amor en el que Dios es el que toma la iniciativa, al que él mismo invita y estimula. Testamento nos habla de algo muy importante que es solamente pactado y atestiguado. Alianza nos habla de algo que ata, que une y comunica lo que estaba separado.

La Oración eucarística IV nos resume así esta etapa: “A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado. Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca.

Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; y por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de la salvación”. Todo en esta etapa va como en una línea ascendente hacia una cumbre. Todo en ella es imagen, es promesa, tiende a un cumplimiento, a una realización.

Podríamos distinguir en este periodo, tal como nos lo presenta la Biblia, unas etapas principales caracterizadas por algunos personajes: Adán, el padre de la humanidad, en él se inicia el mal, en él se inicia la esperanza de salvación. Noé, en quien renace la humanidad, con quien se establece una alianza primitiva. Abraham es el padre de los creyentes con el que establece Dios su alianza. Moisés, el jefe del pueblo de Dios con el que se hace la alianza del Sinaí que luego será renovada varias veces. Los profetas serán los encargados de parte de Dios de iluminar y mantener la esperanza en un salvador, de interpretar los acontecimientos a la luz de Dios, de recordar al pueblo sus deberes y compromisos.

La línea ascendente que representaría a esta etapa alcanza su cumbre en Cristo. “Dios, que de tantas maneras nos habló por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su Hijo” (Heb 1, 1). Cristo es el centro y la cumbre de esta historia; en él se hace, en su sangre, la nueva alianza, la perfecta y definitiva. “Para cumplir tus designios, él mismo se entregó a la muerte y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida. Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo” (Oración eucarística IV).

En su pascua se hace la salvación perfecta, se inicia la humanidad nueva. Él realiza la glorificación máxima del Padre y la salvación del hombre. Cristo mismo inaugura la nueva época al fundar su Iglesia.

“La Iglesia es el sacramento de Cristo para comunicar a los hombres la vida nueva” (DP 922). Es la realidad que significa y actualiza su obra de salvación. Es la representación (re-presencia) de la obra salvífica de Cristo. Cristo continúa en su Iglesia la obra sacerdotal de alabanza del Padre y de salvación de los hombres. Lo que en el Antiguo Testamento era imagen y promesa, lo que en Cristo se hizo cumplimiento histórico, en la Iglesia se hace presencia sacramental a través de los signos, de todos los signos de la liturgia, pero especialmente a través de los particularmente a través de la Eucaristía.

La línea ascendente que representa al Antiguo Testamento y, que en Cristo alcanza una cumbre, continúa horizontal, caminando hacia la manifestación definitiva de Cristo en su parusía, que inaugura la etapa definitiva y eterna. Nosotros estamos entre la venida histórica de Cristo y la venida definitiva.

La liturgia, cada sacramento y, especialmente la Eucaristía, nos hacen presentes vitalmente todos los hechos salvíficos de Cristo y sobre todo el central, su Pascua, y son “primicia y arras” del don definitivo e inmediato que se manifestará al fin de los tiempos.

Esto se recuerda muy claramente en cada Eucaristía. El sacerdote presenta los dones eucarísticos recién consagrados, signo efectivo de la presencia de Cristo y dice: “Este es el sacramento de nuestra fe” (presencia actual sacramental) y respondemos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección (el hecho salvífico, histórico, que se hace presente). Ven Señor Jesús” (la realidad última de la que ya estamos participando). O también: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz (presencia sacramental) anunciamos tu muerte, Señor (hecho salvífico), hasta que vuelvas (realización completa)”.

Lo mismo es expresado en el centro de la Plegaria eucarística: agradecemos al Padre todo el don de su amor expresado máximamente en Cristo y en su obra redentora, recordamos cómo el Señor nos dejó el signo efectivo (memorial) que hace presente esa obra redentora y cómo nos pidió que lo repitiéramos en memoria suya. Entonces dice el sacerdote (Oración eucarística III): “Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial (presencia sacramental) de la pasión salvadora de tu hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo (hecho salvífico histórico), mientras esperamos su venida gloriosa (realización completa a la que tendemos y ya se nos anticipa), te ofrecemos”... etcétera.

Este es el modo como hoy se ejerce el sacerdocio de Cristo, es decir, su obra de mediación entre Dios y el hombre, la glorificación plena del Padre, la salvación del hombre. La obra a la que Cristo, por su Espíritu, nos ha asociado fundamentalmente por el Bautismo, es la obra a la que constantemente nos invita, dándonos su apoyo y su fuerza de tantos modos; es la obra a la que de modo especial nos asocia en la Eucaristía y que se prolonga en todas las acciones de nuestra vida.

Reflexión

Recordar algunos textos:

De la santa Escritura.
De la liturgia.
De otras oraciones donde se manifiesta esta secuencia de la historia de la salvación: hechos salvíficos-presencia sacramental-parusía, v.gr. Oración eucarística IV.

¿En el Magníficat (mi alma glorifica al Señor... Lc 1, 46-55), cómo se presenta esa secuencia?

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