lunes, 30 de abril de 2018

2. Cristo Sacerdote Único y Eterno

La comunicación con Dios ha preocupado siempre al hombre. La historia de las religiones y la psicología religiosa nos lo enseñan. Esta comunicación no se ha dado de una vez y totalmente sino que ha sido un encuentro gradual.

“Cuando (el hombre) por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación” (Oración eucarística IV). Vemos nosotros que, en una etapa intermedia de los inicios de la historia de la salvación, el hombre veía a Dios como el inmenso y todopoderoso, terrible y temible pero con quien tenía que tratar, pues de él dependía todo, la vida, la salud, el alimento, etcétera. Era un trato riesgoso pero necesario.

Para entablar esta comunicación se necesitaban un hombre comunicador, un lenguaje y un lugar de comunicación.

Un hombre: El sacerdote. Alguien del pueblo y portavoz de éste “tomado de entre los hombres y establecido para ser un representante ante Dios” (Heb 5, 1). Perito en el trato con Dios y participante de su sacralidad. Intermediario entre Dios y el pueblo. “No nos hable Dios, podríamos morir, háblanos tú”, le decía el pueblo a Moisés (Éx 20, 19).

Un lenguaje: El sacrificio. En el lenguaje popular sacrificio evoca algo doloroso, sangriento, penoso. En su origen significa hacer una acción sagrada.

Algunos autores ven en el origen del sacrificio un deseo de comunicación con Dios. Ahora bien, las dos expresiones principales de comunicación en la historia de la humanidad han sido: el comercio y la comida. El comercio hoy nos podría parecer poco humano, sobre todo el de los grandes almacenes y supermercados, pero el comercio “primitivo”, el del “regateo” y sobre todo el de trueque es ocasión muy rica de comunicación; de hecho las grandes vías de influjos de civilizaciones fueron las vías comerciales.

El alimento es la vida, y compartir varias personas el mismo alimento expresa que se comparte la misma vida.

El que quería comunicarse con Dios lo hacía con el sacrificio, es decir hacía una ofrenda a Dios para recibir un beneficio (comercio) y esto lo hacía compartiendo con Dios el mismo alimento (comida). El animal (ofrenda-alimento) era muerto, desollado y preparado; antes de ser asado se le preparaba con una salsa, mezcla de cebada y sal, llamada “mola” por esto se le llegó a llamar “inmolación” a todo el acto sacrificial (esto confirma la idea del origen “comida” del sacrificio). Posteriormente, para expresar un don absoluto a Dios se quemaba totalmente a la víctima (el holocausto). Con el tiempo se llegó a obscurecer el primer sentido del sacrificio: la comunicación, y se fue destacando más y más lo sangriento, lo doloroso, la muerte y así se ha llegado a llamar “sacrificar” al simple matar.

Un lugar: El altar. Los antiguos localizaban a Dios. Para encontrarse con él era necesario ir a un lugar consagrado a él: cumbre de monte, bosque sagrado o más comúnmente un edificio: el templo. Pero en todos estos lugares había un punto especial, que atestigua la comunicación. Este punto era el altar. Lo que se colocaba sobre el altar se consideraba dedicado a Dios, santificado. Decía Cristo “¿Qué vale más? ¿Lo que se ofrece o el altar que hace santa la ofrenda?” (Mt 23, 19). El altar es la mesa de esa “comida”ritual: el sacrificio.

Al llegar la plenitud de los tiempos, Cristo nos reveló en sí mismo, plenamente, el amor de Dios, su paternidad. Cristo, como cumbre de la salvación, sacerdote perfecto, comunicador pleno entre Dios y el hombre, realizó totalmente y cumplió todo lo que en el Antiguo Testamento era sólo una imagen, un inicio, una promesa. Todo lo perfeccionó y lo simplificó en él mismo. Él es, al mismo tiempo, “sacerdote, víctima y altar” (Prefacio V de Pascua).

“En verdad, Jesús es, bajo todos los aspectos, el sumo sacerdote que debíamos esperar: Santo, sin ningún defecto ni pecado... él se ofreció a sí mismo en sacrificio” (Heb 7, 26-27). “Sigan el camino del amor, a ejemplo de Cristo que los amó a ustedes. Él en verdad, se entregó por nosotros y vino a ser la ofrenda y la víctima sacrificada, cuyo buen olor sube a Dios” (Ef 5, 2). “Destruyan este templo y yo lo reedificaré en tres días. En realidad Jesús hablaba de este otro templo que es su cuerpo” (Jn 2, 19-21). “No vi templo alguno en la ciudad; porque el Señor Dios, el dueño del universo, es su templo, lo mismo que el cordero” (Apoc 21, 22).

En cada celebración eucarística, al final de la parte más importante de ella, la Oración eucarística, después de haber dado gracias a Dios por todo el don de su amor, especialmente por el don de su Hijo, después de recordar y reproducir las palabras y los gestos del Señor en la Última Cena y de ofrecerlo y ofrecernos junto con él, dice el sacerdote en nombre de toda la comunidad celebrante: “Por él, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos” y la comunidad corrobora y hace suya toda la plegaria con su Amén.

Estas partículas: “Por”, “con” y “en”, creo yo, nos recuerdan estas realidades de Cristo, sacerdote, víctima, altar y expresan nuestro compromiso de identificación con él.

–Por– Él es nuestro sacerdote único. Todo lo que viene de Dios por él nos viene, toda nuestra respuesta sólo por él llega hasta Dios. Todos los otros sacerdocios eran intentos, como en las religiones paganas, o esbozo y promesa, como en el judaísmo, pero sólo en Cristo tienen verdad y plenitud. El sacerdocio nuestro, el bautismal, el de todo el pueblo de Dios y el ministerial, que se recibe por el sacramento del orden, son participación, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo.

No podemos ir al Padre, nada puede ir al Padre, sino por él, por Cristo.

–Con– ¿Qué podía ofrecer el hombre a Dios que le fuera agradable, que fuera de su categoría? El Padre nos ha dado su propio Hijo en quien tiene “todas sus complacencias”. Nos ha identificado con él. Ahora, con Cristo, nos podemos ofrecer al Padre. Ahora nos ve a nosotros con su Hijo. Ahora nuestras obras, por ser ofrecidas con las de Cristo, son verdaderamente agradables al Padre. Con Cristo damos la alabanza perfecta y con Cristo somos salvación para la humanidad.

–En– Cristo es el punto de encuentro con Dios. El Espíritu Santo nos da testimonio vital de quién es Cristo, nos une con él, nos identifica con él y en él podemos ir al Padre. Este es nuestro trabajo como cristianos, el dejarnos hacer del Espíritu, que nos identifique con el Señor. En toda la liturgia, pero particularmente en la Eucaristía, se realiza este proceso.

La constitución conciliar sobre la Iglesia muy ricamente nos lo dice: Cristo nos asocia a su acción sacerdotal de glorificación perfecta al Padre y de salvación de los hombres; para esto nos da su Espíritu. Y así todo lo que hacemos, “la oración y los trabajos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosamente al Padre. Así también los laicos como adoradores en todo lugar y santamente, consagran a Dios el mundo mismo” (LG 34).

Reflexión

Tratar de responder personal o comunitariamente las siguientes preguntas:

¿Qué es lo más importante en la idea de sacrificio?

¿Por qué se puede decir que todo cristiano es un sacerdote?

¿Cómo ejerce un cristiano su sacerdocio? (Ver n. 34 de Lumen gentium).

Aranda A. Manantial y Cumbre. Iniciación litúrgica

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